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La paradoja de Jung: ¿por qué la gente cree en ovnis?

Ovni, acrónimo de “objeto volador no identificado”, no es sinónimo de “extraterrestre”, pero sí de “misterio”. En el último año el interés público por el fenómeno ha crecido de forma desmesurada, principalmente por los informes publicados por el gobierno de los Estados Unidos. ¿Por qué este fenómeno intriga y fascina tanto a millones de personas alrededor del mundo? ¿Cómo se convirtieron los ovnis en uno de los enigmas más queridos de los últimos cien años?

¿Por qué nos gusta ver el cielo?

Gracias a millones de años de evolución, el cerebro humano ha sido moldeado con una inadvertida habilidad indispensable para la supervivencia: encontrar patrones. Los grandes predadores suelen tener los ojos hacia el frente, siempre hacia sus presas; por el contrario, los herbívoros con frecuencia ubican sus ojos hacia los lados, en alerta sobre cualquier posible peligro.

Sin compararse en forma alguna con los tigres o las águilas, el ser humano sí que desarrolló el poder de la atención. Durante nuestros primeros pasos sobre la Tierra, la capacidad de ubicar patrones con facilidad nos sirvió para distinguir el alimento del riesgo. Sin embargo, esta característica también alimentó nuestra curiosidad y, sobre todo, nuestra imaginación.

Prueba de ello son las constelaciones. Las estrellas que vemos en el cielo están separadas por millones de años luz y pertenecen a regiones distantes del universo. Sobre la bóveda celeste, algunos astros recién nacidos conviven con la luz de estrellas que murieron hace eones. Pero, para un primitivo observador terrícola, no solo todas las estrellas son iguales sino que además fueron dispuestas para que nosotros las conectáramos con la vista y las nombráramos.

La paradoja de Jung: ¿por qué la gente cree en ovnis?

(Imagen: Pexels)

El escrutinio del cielo nos permitió anticipar las estaciones, navegar y seguir el camino del sol en el firmamento, pero también nos ayudó a fabular: las constelaciones eran, al mismo tiempo, un método para ubicarnos en el espacio y una espuela para contar historias. Les atribuimos nombres y rostros.

Ese es el poder de la pareidolia, la capacidad del cerebro humano de encontrar patrones en ambientes gobernados por el azar. El ejemplo por antonomasia son las cejas y los bigotes que pueden dibujar las manecillas del reloj o los rostros que los niños afirman ver en las facias de los automóviles. Otro ejemplo indiscutible: las siluetas que atribuimos a las nubes. No solo podemos ver con facilidad formas y relatos donde solo hay desorden; también nos encanta ejercer ese poder sobre el mundo.

¿Y si hay otros mundos?

Nómadas por naturaleza, los seres humanos siempre han disfrutado de imaginar lo que se encuentra más allá de las fronteras conocidas. Tras la llegada de los europeos a América, las librerías del viejo mundo se llenaron de libros que aseguraban que allende los mares se encontraba una tierra poblada de seres fantásticos. Incluso los relatos de testigos confiables y verídicos eran leídos con un hálito de fantasía.

Uno de los primeros en afirmar que había más mundos como el nuestro allende los mares de estrellas fue Giordano Bruno. Sus ideas sobre los infinitos planetas habitados por personas le valieron la hoguera en 1600, pero también una influencia perdurable en la filosofía y la ciencia.

Y es que a medida que en el planeta quedaban menos y menos lugares inexplorados, el espacio cobró mayor relevancia para la imaginación. Cuando cubrimos toda la tierra, volteamos hacia el cielo.

Un ejemplo insoslayable sería el del científico William Herschel, quien descubrió el planeta Urano y demostró que el Sol no era el centro del universo. Ser el científico más influyente de su época no le impidió tener una imaginación desbordada. Según escribió Asimov en El libro de los sucesos, Herschel vivió convencido de que todos los cuerpos celestes, incluidos la Luna y el mismo Sol estaban habitados.

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(Imagen: Especial)

Los peligros de la ficción

Como relata Tommaso Pincio en Aliens, en el siglo XIX no era infrecuente que la gente, culta o no, diera por sentado que Marte y otros planetas estaban habitados. Aún se ignoraba que Marte era un sitio inhóspito para la vida como la conocemos en la Tierra y accidentes como el hallazgo de “canales” sobre la superficie marciana, hecho por el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, se prestaron para más fabulaciones desbocadas.

Hacia finales del siglo, relatos como los de H.G. Wells imaginaron contactos con extraterrestres y la ciencia ficción de las décadas siguientes crearía cosmogonías enteras alrededor de encuentros con seres de otros mundos.

Esta mitología moderna encontraría un correlato en el mundo real durante el verano de 1947. Un granjero encontró en sus rancho los restos de una extraña colisión en Roswell, Nuevo México. En medio de la Guerra Fría, Estados Unidos se negó a aclarar que se trataba de un globo meteorológico cuya misión era detectar posibles explosiones nucleares, como documentó décadas más tarde el libro UFO: Crash at Roswell.

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(Imagen: Unsplash)

El incidente fue aprovechado con tino por los medios de comunicación para crear una leyenda que recuperaba elementos de la ciencia ficción que pululaba en las revistas de aquel entonces. A esa imaginación desbordada en las páginas de periódicos solo hizo falta añadir una pizca de la paranoia que gobernaba aquellos tiempos: los aliens (“extraterrestres” en inglés, pero también “extranjeros” e “inmigrantes”) se llenaron de atributos perversos: era una amenaza, tenían tecnología superior a la conocida, podían raptar a cualquiera.

El lanzamiento del satélite Sputnik y el inicio de la carrera espacial solo ayudó para acrecentar el mito. Según lo cuenta el físico mexicano Shahen Hacyan en su libro Ovnis y viajes interestelares, ¿realidad o ficción?, en 1954 Karl Gustav Jung se interesó en escribir un artículo escéptico sobre ese fenómeno cultural que por entonces ya era conocido como “ovnis”.

Para sorpresa del psicoanalista suizo, no pocos periódicos tergiversaron su columna y aseguraron que “Jung creía en platillo voladores”. Cuando lanzó un desmentido, este apenas fue tomado en cuenta. Dicho desencuentro motivó la siguiente reflexión de Jung:

“Creer que los ovnis son reales conviene a la opinión pública, mientras que no creerlo la desalienta. Este hecho ciertamente notable merece la atención de los psicólogos. ¿Por qué es más deseable que existan los platillos voladores?”, escribió.

Como respuesta a esa pregunta, Jung escribiría un libro en 1958 titulado De cosas que se ven en el cielo. Según el psiquiatra, los ovnis respondían en buena medida a “una tensión emocional que tiene su causa en una situación colectiva de desesperanza o peligro, o en una necesidad psíquica vital”.

Mientras el inconsciente colectivo usaba los ovnis para imaginar mundo inexplorados, pero también para liberar la tensión emocional de la Guerra Fría, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos estudió las decenas de reportes de ovnis en proyectos de inteligencia como el Proyecto Sign y el Proyecto Libro Azul.

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(Imagen: Pexels)

Dichas comisiones estaban integradas por militares y científicos avocados a desmentir el fenómeno, pero incluso entre estos escépticos profesionales ocurrieron notables conversiones hacia el bando de los creyentes. Tal fue el caso de J. Allen Hynek, astrofísico que supo ver cómo detrás de tantos presuntos avistamientos de ovnis no estaba más que Venus, Marte o la propia Luna. Detrás de muchos otros había efectos visuales conocidos, fenómenos meteorológicos e incluso la mera imaginación.

Sin embargo, como se relata en la biografía The Close Encounters Man, Hynek fue cambiando de parecer con el tiempo. Hacia finales de los sesenta y principios de los setenta, el científico buscó darle un halo de racionalidad a los múltiples reportes alrededor del mundo.

“El hecho incontrovertible es que los reportes de ovnis existen. También es un hecho que los reportes de ovnis siguen apareciendo casi a diario en todas partes del mundo por toda clase de gente”, llegó a decir en medio de una polémica con el científico Carl Sagan.

Sin embargo, Hynek no consiguió dar crédito a los reportes y en el camino perdió el propio como hombre de ciencia. Su mayor aportación fue la escala que divide en grados de magnitud los posibles encuentros con extraterrestres. Como se sabe, los meros avistamientos en el cielo son “encuentros del primer tipo”, mientras que los “encuentros del tercer tipo” implican un contacto frontal, como se recreó en la popular película del mismo nombre dirigida por Steven Spielberg donde, por cierto, Hynek hizo un breve cameo.

En buena medida, el caso de Hynek es el de alguien que se dejó seducir por los testimonios. Alguien que puso de lado sus certidumbres científicas y se fue de bruces hacia la ficción.

¿Por qué volvimos a hablar de ovnis?

Si antes el escrutinio del cielo fue materia de científicos y filósofos, ahora, tras la masificación del “fenómeno ovni”, el “estudio” de dichos reportes con frecuencia está en manos de pseudocientíficos, francos charlatanes y entusiastas sin conocimientos. Por ejemplo, una de las personas más influyentes en los últimos años en el mundo de los ovnis ya no fue un científico apóstata como Hynek, sino un músico de rock.

Tom Delonge es mundialmente famoso por tocar la guitarra en Blink 182, un grupo de pop-punk que capturó la atención de millones de adolescentes a principios de los años dosmil. La rebeldía edulcorada de su grupo le permitió amasar una fortuna que invirtió en una afición de infancia: los platillos voladores.

Por años, las “investigaciones” de Delonge fueron cubiertas solo por medios musicales; y siempre en tono de burla. Sin embargo, a través de su compañía, Delonge publicó algunos metrajes que ahora han sido reconocidos como auténticos por instituciones norteamericanas de la talla del Pentágono.

Tras la confirmación de autenticidad por parte del gobierno norteamericano, Delonge pasó de ser un conspiracionista a ser, si no una autoridad, sí un creyente suertudo, alguien que halló un pozo con la ayuda de una varita.

La posición del gobierno de los Estados Unidos hoy en día es contundente: el fenómeno existe, allá afuera hay gente que ha visto objetos cuyo comportamiento es inexplicable y los Estados Unidos no poseen una tecnología que pueda confundirse con las acrobacias que algunos han captado en video. Hynek hubiera estado complacido con dicha conclusión que no admite a priori la existencia de vida inteligente más allá de nuestra atmósfera, pero sí que aún vemos en el cielo cosas que no podemos explicar.

Ese es un detalle que debe quedar claro: ovnis no es sinónimo de extraterrestres y en ningún momento el gobierno estadounidense ha siquiera sugerido que esa sea la hipótesis principal para desmenuzar el fenómeno.

Ante esta serie de confirmaciones, el científico de la NASA Ravi Kopparapu ha lanzado una propuesta desde el Washington Post que coincide, en espíritu, con las aspiraciones de Hynek: los científicos deben tomarse en serio los ovnis. Y tomarlos en serio significa examinarlos con el mismo rigor con que se busca el rastro de vida en otros planetas.

Por supuesto, que los aliens estén detrás de dicho fenómeno es la opción más improbable de todas; y con amplia diferencia. Como recuerda Shahen Hacyan, la energía para realizar el viaje interestelar es desmesurada. Aún con una tecnología digna de Star Trek, ir del Sol a Alfa Centauri se antoja como una proeza que exigiría más energía que la que los humanos pueden producir en miles de años.

La paradoja de Jung: ¿por qué la gente cree en ovnis?

(Imagen: Pexels)

Suponiendo que semejante tecnología existiese allá afuera, ¿por qué la emplearían para visitarnos? Enrico Fermi no es recordado por su contribución al desarrollo del reactor nuclear, pero sí por la paradoja que lleva su apellido: según cálculos someros, tendría que haber vida allá afuera; y en abundancia. Y sin embargo, nunca hemos sido visitados por alguien que venga de otra región de la galaxia.

Según declaró en más de una ocasión Stephen Hawking, un posible encuentro con alienígenas sería una catástrofe que significaría el fin de nuestra civilización. A su parecer, no habría manera de salir ilesos de semejante choque tecnológico.

Y sin embargo, los foros de Internet están llenos de fervorosos creyentes que suspiran ante las investigaciones que el gobierno norteamericano ha puesto en marcha. Quieren lo inconveniente, sueñan con lo descabellado. A dicho fenómeno habría que bautizarlo como la paradoja de Jung: ¿por qué queremos que existan los extraterrestres? ¿Por qué algunos anhelan una fantasía que, de cumplirse, significaría nuestra perdición?

En la serie de televisión de los noventa X Files convivían dos agentes del FBI con miradas opuestas sobre los ovnis. Mientras la agente Scully examinaba cada fenómeno con suspicacia y rigor científico, el agente Mulder seguía únicamente su fe; y todo feligrés sabe que la fe se alimenta a sí misma: “Quiero creer” se leía en un póster con la imagen de un ovni que había colgado en su oficina. “Querer creer” es un mantra propio de alguien que sabe que los hechos y las leyes de la física no están de su lado.

¿Por qué es más deseable que existan los platillos voladores?, pregunta Jung. Porque creer en aliens, aún si su existencia resultase ominosa, llena el universo de misterio y, al mismo tiempo, es un paliativo para la soledad. Por muchos siglos creímos ser el centro del universo; la astronomía no solo nos quitó del centro de la creación, sino que además demostró que el azar actúa de formas pavorosas y que nuestra existencia es insignificante cuando se compara con la edad del cosmos.

La ciencia ha revelado un universo inconcebible para nuestros ancestros, pero seguimos volteando al cielo en busca de mitologías. Algunos aún miran hacia arriba y buscan patrones entre las estrellas; buscan su propio rostro.

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