El 6 de enero, en Washington, una multitud alocada tomó por asalto el Capitolio, interrumpiendo una sesión del Congreso en la que se contaban los votos emitidos por el Colegio Electoral. Fueron escenas insólitas en la cuna de la democracia más longeva del mundo. Alentados por Donald Trump, miles de manifestantes ingresaron con violencia a la sede del Poder Legislativo, burlándose de la escasa vigilancia y haciendo eco de las ridículas denuncias del exmandatario acerca de un fraude electoral. Estas lamentables acciones derivaron en la aprobación del segundo impeachment contra Trump, y quizás algo más terrible para él, la suspensión permanente de su cuenta personal de Twitter.
Facebook también tomó la decisión de suspender la cuenta del entonces presidente. En una publicación que Mark Zuckerberg escribió para justificar dicha acción, el fundador de esta red social argumentó que ellos “juzgaron” que el efecto y la intención de las palabras de Trump “sería provocar más violencia”. Seguro este comunicado pasó por muchos ojos de abogados antes de terminar en el muro del señor Zuckerberg; después de todo, estaban vetando al titular del Poder Ejecutivo de la principal superpotencia en el planeta. No es cualquier “loquito” con un avatar de Joker.
Cuando Trump fue vetado de Twitter, Facebook, Instagram y de otras plataformas menos relevantes, los opositores del presidente celebraron la medida, aunque sin pasar por alto la falta de rigor de estas empresas por nunca censurar a Trump en los últimos cinco años. Aparte de los deplorables simpatizantes del ahora expresidente, fueron pocas las voces críticas que denunciaron los riesgos de permitir que ‘Big Tech’ asumiera la autoridad de juzgar cuándo, cómo y por qué ponerle un bozal a sus usuarios, incluso cuando se trata de un jefe de Estado.
El whistleblower Edward Snowden fue uno de los que prendieron las alarmas. “Sé que mucha gente en los comentarios que lee esto anda diciendo “SIIII”, lo cual entiendo”, escribió el señor Snowden en su cuenta de Twitter, en referencia a la suspensión de Trump. “Pero imagina por un momento un mundo que existe más allá de los próximos 13 días, y esto se convierte en un hito que perdurará.” En otras palabras, ten cuidado con lo que deseas.
El periodista Glenn Greenwald, un hombre cercano al señor Snowden, fue más enfático en un artículo publicado en Substack:
“Estos llamados a la censura, tanto en línea como oficiales, se basan en la visión peligrosa, frecuentemente desacreditada y frecuentemente rechazada de que una persona debe ser considerada legalmente responsable no solo por sus propias acciones ilegales sino también por las consecuencias de su discurso, es decir, la acciones que otros toman cuando escuchan una retórica incendiaria.”
La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) emitió una tibia advertencia:
“Entendemos el deseo de suspender [a Trump] de manera permanente, pero debería preocuparnos a todos cuando empresas como Facebook y Twitter ejercen el poder sin control de sacar a personas de plataformas que se han vuelto indispensables para el discurso de miles de millones.”
Y hasta el mismo Jack Dorsey, fundador de Twitter, dejó constancia de su preocupación por el precedente que deja la suspensión de Trump: “Si bien hay excepciones claras y obvias, creo que una prohibición es un fracaso nuestro en última instancia para promover una conversación saludable”. No obstante sus palabras de autocrítica, Dorsey defendió la decisión de su empresa, justificando la suspensión porque los tuits del expresidente podían interpretarse como una incitación a la violencia.
En México, el exilio de Trump de las redes sociales tuvo ramificaciones más profundas de lo que se esperaba. En una de sus conferencias mañaneras, el presidente López Obrador acusó a Mark Zuckerberg de prepotencia y arrogancia, luego de leer la publicación del fundador de Facebook en la cual explicaba su razonamiento de vetar al mandatario estadounidense de su plataforma.
“Esto que hicieron hace unos días en Estados Unidos es una mala señal, es un mal presagio, de que deciden empresas particulares silenciar, censurar, eso va en contra de la libertad. Entonces, no se vaya a estar creando un gobierno mundial con el poder del control de las redes sociales, un poder mediático mundial; además, un tribunal de censura como la Santa Inquisición, pero para el manejo de la opinión pública, es gravísimo,” dijo el presidente de México.
El señor López Obrador luego adelantó que iba a presentar una propuesta ante el G-20 de regular a las grandes empresas de la informática. “No deben de usarse las redes sociales para incitar a la violencia,” dijo el presidente durante su conferencia de prensa. “Pero eso no puede ser motivo de suspender la libertad de expresión, no debe ser utilizado de excusa; hay que garantizar la libertad, no a la censura.”
Esta iniciativa del presidente ha renovado el debate en la opinión pública en torno a la libertad de expresión, la censura en redes sociales, el poder de las empresas que administran estas plataformas y las medidas que se deben adoptar para garantizar el acceso a foros públicos donde los derechos básicos de la ciudadanía no se vean vulnerados.
Aunque son muchos los ángulos que puedo abordar, el punto central de este breve ensayo es analizar el poder de censura de las redes sociales. ¿Cuáles deben ser sus límites y cuáles son los recursos de la sociedad para contrarrestar este nuevo poder fáctico del siglo XXI?
Libertad de expresión: un derecho que cruza fronteras
La libertad de expresión suele ser uno de los derechos que más confusión genera entre la ciudadanía. En Estados Unidos, la Primera Enmienda en la Carta de Derechos (Bill of Rights) agrupa a la libertad de expresión en un paquete de garantías que además incluye las libertades de prensa, de asociación, de reunión y de petición. Esta dice que:
“El Congreso no aprobará ley alguna […] que restrinja la libertad de expresión o de prensa, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a pedir al gobierno la reparación de agravios.”
Eso es todo. En México, la Constitución Política garantiza la libertad de expresión a los ciudadanos de una manera más verbosa, pero básicamente expresa lo mismo. El artículo sexto empieza de la siguiente manera (en su reforma más reciente del 2013):
“La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada, los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público; el derecho de réplica será ejercido en los términos dispuestos por la ley. El derecho a la información será garantizado por el Estado”.
Esto viene seguido de varios párrafos e incisos que se explayan en torno a órganos reguladores, procesos para tener acceso a la información y otros asuntos relacionados, sumado al artículo séptimo, el cual establece que “es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio.”
Este artículo séptimo es el que viene al caso porque uno podría argumentar que Facebook o cualquier otra empresa similar está violando la ley cada que vetan a un usuario de sus plataformas. Es decir, la empresa está evitando que el individuo vetado pueda ejercer su “libertad de difundir opiniones, información e ideas”, a menos de que este usuario esté acusado de atacar “a la moral, la vida privada, los derechos de terceros” o de provocar “algún delito” o perturbar “el orden público”.
El artículo séptimo luego indica que “ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni coartar la libertad de difusión, que no tiene más límites que los previstos en el primer párrafo del artículo sexto de esta Constitución.”
¿Pero podemos considerar a Facebook y sus similares como “autoridad”?
Cuando Venustiano Carranza promulgó esta Constitución el 5 de febrero de 1917 seguro no tenía en mente un futuro con YouTube o Facebook. Y claro, nuestras leyes han pasado por varias reformas con el paso de los años pero no al ritmo exponencial de la innovación tecnológica; mucho ha cambiado en México desde la era de Telesistema Mexicano a esta nueva etapa de youtubers, tiktokers e influencers, donde cualquiera en el mundo, y no solo un puñado de actores, son los que generan contenidos en plataformas que fueron creadas por extranjeros y que operan a una escala global. Es una pesadilla para cualquier experto legal.
Mafalda responde así a la idea de censura previa propuesta por el Ministro de Justicia. #Censura #libertaddeprensa pic.twitter.com/rFqhk33gVm
— El Extrarradio (@ElExtrarradio) April 30, 2015
Dicho sea esto, tengo que expresar lo obvio. Twitter, Facebook, Google, etcétera, son empresas privadas y cuando eliminan contenido o vetan a uno de sus usuarios, en efecto, es censura, pero no es censura de Estado. Por lo tanto, no están violando ni la Primera Enmienda en Estados Unidos ni el artículo sexto o el séptimo de la Constitución mexicana. Esto no indica que, por ser entidades privadas de origen extranjero, no estén sujetas a las leyes de cada país en donde operen, pero ¿podrían violar la libertad de expresión de sus usuarios? No.
En una democracia, es decir, en un democracia auténtica y no como la que vivió México en el siglo XX, la libertad de expresión impide que el Estado pueda sancionarte por algo que hayas dicho o escrito. La policía no puede llegar una noche y sacarte de tu casa porque unos días antes publicaste una caricatura burlándote del gobernador. De la misma manera, si un simpatizante de ese gobernador te amenaza de muerte por esa caricatura, el Estado tiene la obligación de protegerte; no puede cruzarse de brazos y decir “¡Ja ja! Te lo buscaste”.
Esto no quiere decir que estás totalmente desprotegido. En México puedes levantar una queja con el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) o con la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco), o puedes exigir tu derecho de réplica, entre otros recursos, pero una vez que aceptas los términos y condiciones cuando te suscribes a una plataforma en línea, así como la política de privacidad y otros textos que casi nadie se molesta en leer, ya tienes la espalda contra la pared. Además, estos términos y condiciones suelen repetir lo que ya establecen las leyes, porque, de una forma u otra, van a prohibir que sus usuarios ataquen “a la moral, la vida privada, los derechos de terceros”, provoquen “algún delito” o perturben “el orden público”.
Vamos, cuando Trump tenía Twitter, prácticamente fue culpable de todo esto. Pero Twitter y Facebook decidieron actuar hasta el final de su mandato. Si de algo es culpable Twitter no es de violar la libertad de expresión de sus usuarios, sino de negligencia.
Censura: ¿Qué $%&# es eso?
Cuando yo pienso en la palabra “censura”, me viene a la mente una escena de Cinema Paradiso donde el sacerdote del pueblo está viendo una película en el cine durante una sesión privada y toca una campana para avisarle a Alfredo el proyeccionista que borre las escenas que muestren un desnudo o incluso un beso. A la audiencia le queda claro que la censura es una forma de suprimir la libertad.
Es fácil caer en la consigna ideológica de que “toda la censura es mala”, pero en la práctica vemos y vivimos actos de censura todo el tiempo. Padres amenazan con castigar a sus hijos si dicen groserías. En la escuela, el maestro puede exigirle a un alumno que salga de la clase por hacer una broma del holocausto. Si los hinchas en un partido de futbol gritan insultos racistas al equipo contrario, el árbitro puede detener el partido. Y si un usuario de Facebook comparte imágenes de pornografía infantil, hay un programa de inteligencia artificial que lo va a detectar, para luego eliminar el post de inmediato. Pueden pintarlo como “administración de contenidos”, pero aún así se trata de un tipo de censura.
Afortunadamente, la libertad de expresión no es absoluta, por lo que no puedes publicar cualquier cosa en internet y salirte con la tuya. Hay leyes que se encargan de regular los contenidos que uno puede compartir en línea; algunas de estas medidas son más nuevas que otras, como la Ley Olimpia, la cual prohíbe que usuarios divulguen videos, fotografías o cualquier tipo de material que viole la privacidad de una persona (esta ley apenas fue aprobada en México a nivel federal en 2020). La libertad de expresión a menudo choca con otros derechos, como el derecho a la privacidad, y por ello el debate en torno a la censura no es tan blanco y negro como quisiéramos.
Ahora bien, voy a citar la frase célebre de Voltaire que a estas alturas ya debe ser un cliché, pero que se encuentra en el corazón de la libertad de expresión en materia política:
“Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
Aunque a muchos no les guste, no es ningún delito tener posturas liberales o conservadoras, estatistas o libertarias, ni expresar en foros públicos ideas clasistas, sexistas, racistas o misóginas. Te pueden meter en problemas, cierto, puedes perder tu trabajo, digamos, pero no vas a terminar en la cárcel por expresar tu odio hacia los judíos, los gays, los centroamericanos o cualquier otro grupo que sea el blanco de un odio irracional, a menos claro, de que alteres el orden público o incites a la gente a cometer actos de violencia contra un grupo de personas o un individuo en particular.
A lo que voy es que debemos vivir con el hecho de que habrá espacios en los que se permitan expresiones que nos parezcan repugnantes. El grito de “Puto” en los estadios de fútbol es un claro ejemplo. No puedes exigirle a la autoridad del Estado que detenga o multe a los aficionados que hagan uso de un lenguaje homófobo, pero hay otras maneras de combatir esos comportamientos. Por ejemplo, puedes generar conciencia entre los hinchas con campañas que ilustren el odio hacia la comunidad LGBT, puedes presionar a la liga de fútbol con un boicot o puedes hacer un llamado a la FIFA para que multen al equipo.
No se trata de “tolerar a los intolerantes”, sino de pensar en otras formas de combatir el odio y la ignorancia con otros recursos fuera de tentar los impulsos represores del Estado. Porque la censura es una notoria espada de doble filo o una caja de Pandora, las dos metáforas aplican. Las expresiones que hoy pueden ser aceptables mañana podrían ser criminalizadas, según la interpretación de cada quien con una placa.
En las redes sociales ocurre algo parecido, ya que las plataformas en la actualidad son como micro-naciones. Liberales que hace unas semanas pedían la censura de Trump y de sus partidarios en redes ahora están indignados porque varios usuarios de izquierda han sido vetados de Facebook y Twitter, sean de Estados Unidos, Reino Unido, México u otros países con democracias liberales. “La censura, una vez que ratifiques su marco y legitimidad, nunca se limitará a los objetivos que no son de tu agrado,” escribió Greenwald en Twitter ante esta ola de sanciones.
La enfermedad que padecen las redes
Primero diagnostiquemos el mal: Por una u otra razón que más adelante abordaré, las personas que administran las redes sociales son incapaces de actuar como moderadores del contenido que publican los usuarios.
¿Pero por qué hay un llamado a la censura en redes sociales? Porque esto se ha salido de control.
En las redes sociales ha explotado en los últimos años la difusión de contenidos que desinforman o radicalizan a la sociedad. Claro, desde que existe la comunicación, estos factores siempre han estado presentes, pero se habían mantenido fuera de los márgenes de las principales discusiones públicas. Hoy, en cambio, vemos la aceptación masiva de teorías de conspiración dementes como QAnon y Pizzagate, así como el crecimiento de sectas que desafían siglos de sabiduría humana, como los terraplanistas y los antivacunas. Sabes que hay un problema grave cuando miles de personas creen que se pueden curar de COVID-19 ingiriendo dióxido de cloro.
En el siglo XX existieron varias teorías de conspiración, pero éstas difícilmente llegaban a una audiencia masiva gracias a los numerosos filtros en los grandes medios de comunicación, desde leyes y órganos reguladores a editores y funcionarios responsables. Claro, este modelo tenía sus defectos pero no veías a miles de personas en las calles marchando porque creían que el alunizaje fue un montaje. Con la llegada del internet, se eliminaron la mayor parte de esos candados para que así todo tipo de información pudiera fluir con más libertad. En teoría, este parecía el escenario ideal porque ahora el mundo tenía al alcance de un par de clicks en el mouse todo el conocimiento acumulado en la historia de la civilización humana, así como videos de gatos. Desafortunadamente para este salvaje mundo cibernético, se entrometió un fenómeno del capitalismo conocido como the profit motive, y las redes sociales lo explotaron a todo lo que da.
El modelo de negocios de plataformas como Facebook no solo permite que sus usuarios sean víctimas de embusteros y propagandistas sino facilitan de manera proactiva (por medio de algoritmos y targeting) los vínculos a contenidos y grupos relacionados para que un usuario pueda fortalecer su sistema de creencias. Al crear burbujas alrededor de cada usuario, esta persona se encuentra en contacto con entidades que siempre le van a decir lo que desea escuchar, de tal forma, interactuando más tiempo en la plataforma y consumiendo más publicidad.
Cuando los políticos descubrieron los enormes beneficios que podían extraer de las capacidades técnicas de las redes sociales, figuras como Trump, Bolsonaro o Le Pen aprovecharon estas herramientas para targuetear a usuarios que hayan mostrado una afinidad con posturas de derecha o extrema derecha. ¿Le diste like a un video de migrantes mexicanos siendo golpeados por agentes de ICE? Acto seguido, el algoritmo te presentaba un anuncio de campaña del Partido Republicano. Ante esta situación, los administradores de estas plataformas se topaban con un dilema ético. Podían sancionar a estas figuras políticas como a cualquier otro usuario por violar las reglas de interacción, o podían hacerse de la vista gorda, ya que estas personas generan una enorme cantidad de tráfico.
Para Twitter, Trump fue un regalo de Dios, al igual que una maldición. Aunque esta red social solo cuenta con el 13 por ciento de los 2 mil 700 millones de usuarios activos en Facebook, la preferencia por Twitter de personajes de la política como el expresidente de Estados Unidos, le ofrecían a la plataforma de micro-blogging una ventaja envidiable frente a su competencia. Tal vez Facebook tenga a toda la población del planeta en su red, pero Twitter es la aplicación que goza de mayor influencia. Trump prácticamente gobernaba a su país a base de tuits.
Según varios analistas, era evidente que la aplicación de las reglas era muy selectiva.
I would rather be without a state than without a voice.
— Edward Snowden (@Snowden) January 20, 2021
Remedios no tan caseros
Parece que solo hay dos soluciones y las dos soluciones son malas. La segunda es peor que la primera, de hecho.
La primera “solución” es dejar las cosas prácticamente como están y permitir que las plataformas se auto-regulen. La censura del contenido seguirá estando a cargo de ‘robots’ en primera instancia, escalonado a un equipo de apelación que se encargará de revisar los reclamos de los usuarios. Esta medida tal vez era la adecuada hace 15 o 20 años, en la época de message boards y chatrooms, antes de que la generación boomer invadiera el internet, pero las redes sociales de hoy son otro monstruo mil veces más grande y más terrible.
Técnicamente la medida es muy torpe. El robot difícilmente puede distinguir entre una foto pornográfica y una obra de arte como ‘El origen del mundo’. La inteligencia artificial tampoco ha llegado a tal grado de sofisticación que ya puede valorar el contexto de una expresión que puede parecer obscena. Y en lo que respecta al moderador humano, sería muy fácil cuestionar su legitimidad si es que se atreve a censurar a figuras públicas o jefes de estado. Cuando Twitter suspendió a Trump por incitar a la violencia, hubo gente que criticó a la red social por no aplicar la misma medida contra gobiernos acusados de delitos contra los derechos humanos, como los regímenes de China, Rusia, Venezuela… hay ministros de Irán con cuentas de Twitter a pesar de que a la mayor parte de la población iraní ni siquiera se le permite tener acceso a internet.
El otro problema con la auto-regulación es que las empresas probablemente nunca se lo van a tomar en serio. Esto se debe a que la noción del bienestar de los usuarios entra en conflicto con el principal objetivo de cualquier entidad corporativa: maximizar las utilidades. Seguro alguna vez has escuchado esta frase del activismo digital: “Si tu no estás pagando por el producto, tú eres el producto”. ¿Por qué pondría Facebook los intereses de sus “productos” por encima de los intereses de sus accionistas?
La segunda dizque “solución” es que el contenido de las redes sociales sea vigilado por una entidad externa, ya sea adscrita a una dependencia gubernamental o un organismo autónoma. Una comisión de censura, en otras palabras. Suena atroz.
Además de torpe, la burocracia tiene reputación de ser lenta, por lo que una denuncia de pornografía infantil en Facebook, entre miles que puede haber por día, tomaría semanas en responder, quizás meses. Una comisión funciona para vigilar los contenidos de medios tradicionales como la televisión, ¿pero Facebook? ¿Con sus 3 mil millones de usuarios activos? No hay ejército en el mundo capaz de vigilar el océano de información que se publica en una sola red social. La comisión tendría que limitar el número de publicaciones que cada persona sube a las redes sociales para poder tener una rienda sobre esta bestia. ¿Dieciocho tuits por día sería lo apropiado? Esta idea tiene tantos defectos que apenas le estoy rascando a la punta de la punta.
Por tal motivo, la propuesta de regular a las redes sociales es bien intencionada pero un ejercicio inútil en la práctica.
Aunque pareciera que no hay remedio alguno y estamos condenados a la era de la “posverdad”, hay una medida que es tan incómoda como inevitable. Y no, no consiste en “cancelar” Facebook y Twitter para siempre.
Se trata de reventar el monopolio. Lo que en inglés se conoce como antitrust, iniciativa que muy probablemente será adoptada por el gobierno de Joe Biden en los próximos años. El escritor Cory Doctorow es uno de los principales activistas que promueven esta medida: “Existe un remedio obvio para una empresa que es demasiado grande para auditar: dividirla en partes más pequeñas”, escribe en su más reciente libro, disponible gratis en Medium.
I’m old enough to remember when the Internet wasn’t a group of five websites, each consisting of screenshots of text from the other four.
— Tom (@tveastman) December 3, 2018
Una de las grandes ironías de la era digital que hoy vivimos es que el universo infinito del internet se ha reducido a un puñado de sitios, lo que se conoce como ‘Big Tech’. “Tenemos un duopolio de plataformas móviles, un oligopolio de proveedores en la nube, una pequeña conspiración de procesadores de pagos,” indica Doctorow. “Sus decisiones sobre quién puede expresarse tienen enormes consecuencias, y el esfuerzo concertado de todos ellos podría hacer que algunos puntos de vista se desvanezcan efectivamente.”
“Esta concentración de mercado no se produjo en el vacío. Estos sectores vitales de la economía digital llegaron a este punto debido a cuatro décadas de negligencia vergonzosa y bipartidista de las leyes antimonopolios.”
Sin estos candados reguladores en el internet, era predecible que cinco o seis empresas terminaran por dominar el mercado, aprovechándose del poder de su capital para absorber o destruir a rivales más pequeños, de acuerdo a sus necesidades. Facebook no cometió ningún delito al adquirir Instagram o WhatsApp, simplemente actuó de acuerdo a su naturaleza como entidad corporativa, siempre creciendo, siempre intentando superar las cifras del trimestre anterior. Pero va a llegar el día en que no haya más sobrevivientes en el mercado salvo por dos o tres conglomerados gigantescos de la informática que van a controlar todo.
Hay que señalar que la aplicación de las leyes antimonopolio suelen traer consigo enormes beneficios para el mercado, tal como ocurrió en los 70, con el golpe que sufrió IBM cuando el gobierno de Estados Unidos quiso reventarlo. IBM ganó esa guerra, pero quedó tan debilitado que su caída dio a luz a finales de aquella década a la industria de la computación, con Apple y Microsoft a la cabeza de la innovación tecnológica.
Los monopolios del pasado ya son los monopolios del presente, pero la generación del presente puede aprender de los aciertos y los errores del siglo XX. ¿Qué tenemos hoy? Cuando una plataforma como Facebook suspende la cuenta de un jefe de Estado, la censura da la impresión de tener el peso de una ley. Por ello, no me sorprenden los reclamos de que una plataforma esté violando la “libertad de expresión” de un usuario, porque Facebook ya no es una red social cualquiera, es prácticamente una autoridad con poder. ¿Qué puede hacer uno cuando es vetado por su retórica? ¿Migrar a Parler? Parler ya ni siquiera existe, justo por la presión ejercida por fuerzas políticas. Este es el principal argumento del señor Doctorow:
“El remedio para esto no es obligar a las plataformas a permitir los discursos de odio. El remedio es hacer cumplir las leyes antimonopolio para que las políticas de censura de [estas empresas] no tengan esa fuerza de ley”.
El activismo digital no está en contra de que las plataformas se auto-regulen. Twitter está en su derecho de suspender la cuenta de una persona por hacer comentarios racistas, de la misma manera que tú estás en tu derecho a de echar de tu casa a una persona que haga chistes misóginos. Sigamos con esta analogía. Imagina que Twitter es un departamento y tú eres el dueño de este espacio. Hay una fiesta de 15 personas y escuchas que uno de tus invitados hace un comentario misógino. ¿Qué haces? Pues lo echas de tu fiesta. Ahora bien, imagina que Twitter es un edificio de 20 pisos y tú eres el dueño del edificio. Hay una fiesta de 1500 personas y en una de las habitaciones alguien hace un chiste misógino. Obvio, nunca te enteras porque tú estás en la planta baja, recibiendo a los nuevos invitados. Después de un rato escuchas rumores de que hay una habitación donde están contando chistes misóginos y sexistas. Subes y te encuentras no con una habitación sino con todo un piso de gente haciendo chistes misóginos, sexistas, clasistas, racistas, etcétera. Les adviertes a todos que no pueden hacer ese tipo de comentarios, pero tus invitados solo se ríen de ti. Intentas echar de la fiesta a un par pero los demás se indignan. Por último, llamas a la policía y pides que corran a los invitados deplorables, pero cuando llega la policía, terminan golpeando y deteniendo a casi toda la gente, y al final todo mundo de te odia. La cosa era mucho más sencilla de controlar cuando tenías un depa.
¿Qué va a ocurrir cuando Facebook tenga que separarse de WhatsApp e Instagram y las otras apps que absorbió en su afán de crecer hasta el cielo como torre de Babilonia? Bueno, tendrá mayor capacidad para auto-regularse, tal como Zuckerberg insistió al gobierno que podía hacerlo. Punto adicional: Al ser más pequeño, será más fácil para las autoridades vigilar que ya no ocurran otras actividades poco éticas como el espionaje de usuarios, el uso inadecuado de información privada o la manipulación de datos para ofrecerte contenido que nunca va a desafiar tu sistema de creencias. Entre más compactas sean las plataformas, menos capacidades tendrán para transformar a sus usuarios en productos. Con un poco de suerte, tal vez Facebook y Twitter puedan volver a ser redes sociales.
Imagen destacada: Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, comparece ante el Congreso en 2018 (Mark Zuckerberg (Chip Somodevilla/Getty Images).
Fuente: Televisa
Comments